1. INTRODUCCION
Existe una línea divisoria
que separa a los conservadores de los que en Estados Unidos se denomina
“liberales” y que, para evitar confusiones denominaré
“liberalistas” ya que difiere bastante del concepto europeo
del liberalismo y se aproxima a la denominada socialdemocracia. También
existe una línea divisoria entre los conservadores y los neoconservadores.
He llegado a estas conclusiones después de vivir durante diecisiete
años como profesor en la más liberal de las instituciones
en la mayor democracia del mundo; me refiero a la State University de
Nueva York. No es posible explicar con detalle lo que significa para
el hombre el trabajo en estas condiciones liberalistas, aunque como
consecuencia de dicho esfuerzo, el alma tiene que ejercitarse energéticamente
para mantener su espíritu militante. Tampoco voy a entrar en
detalles acerca de la triste conclusión de que en los universitarios
liberalistas lo son porque no tienen libertad para ser otra cosa, porque
carecen de las técnicas anímicas para caer en la tentación
de adoptar cualquier especie de conservatismo político. Lo que
sigue es un reflejo de mi experiencia.
Tomaré como primer punto
de partida la afirmación del profesor W. Kendall, de que la línea
divisoria es un frente de batalla entre cuyos dos bandos existe una
guerra, la que separa a los liberalistas de los conservadores. No es
fácil descubrir lo que se ventila en ese conflicto, aunque seamos
capaces de captar alguna escaramuza concreta. Por ejemplo, las cuotas
de inmigración (porcentajes sobre población que impidan
discriminación racial); agujeros en el impuesto sobre la renta
que deberá cubrir la ley aunque los ricos tengan que pagar el
92 por 100 de sus ingresos y no dejen herencia; si el Comité
parlamentario sobre actividades antiamericanas debe ser abolido; el
pleno empleo; las dimensiones de la deuda pública; las viviendas
estatales; la ayuda federal a la educación; el carácter
contractual de la justicia; el derecho a la igualdad incluso con la
coactiva intervención gubernamental, etc.
Es aún más difícil
fijar esta línea divisoria cuando ha estado moviéndose
según las conveniencias de la derecha y de la izquierda. La Iglesia
se ha situado a ambos lados de la línea, aunque quizás
en los dos casos equivocadamente. Los individuos cambian de aliado,
entre otras cosas, por la principal razón de que, a veces, la
línea se escapa cuando hay que tomar decisiones o patrocinar
causas.
Sin embargo, no es un interés
pasajero o una simple curiosidad tratar de descubrir una línea
divisoria en toda su extensión y no sólo en un punto local,
y averiguar cómo se inició esta guerra general, y qué
es lo que pasará cuando la guerra haya concluido o las batallas
hayan sido ganadas.
Mi segundo punto de partida es la
reivindicación de ciertos pensadores —como Tage Lindbom,
desde la izquierda, y como Gonzalo Fernández de la Mora, desde
la derecha— de que esta guerra y sus batallas sucesivas son como
las sucesivas llamas de un mismo candelero, puesto que tienen su origen
en el alma humana. Lindbom cree que la revolución liberalista
entró en el área política con la Declaración
de derechos del hombre de 1789; pero que, de hecho, es sólo la
fachada de tres pasiones del corazón humano: igualitarismo, poder
y codicia. Por su parte, Gonzalo Fernández de la Mora sitúa
ciertas decisiones políticas bajo la rúbrica general de
la envidia, otra vez una pasión del alma, y lo hace desde un
nivel de fundamentación más radical que Lindbom.
El análisis que efectúa
Kendall de la guerra entre lilberalistas y conservadores es una brillante
y cortés argumentación para desenmascarar los argumentos
liberalistas. En conjunto, su posición consiste en un consuelo
para los conservadores: tienen la razón, pero no convierten a
los adversarios. Lindbom y Fernández de la Mora dan más
en el blanco cuando afirman que la actitud liberalista es religiosa,
como la de la naturaleza caída, con lo cual permiten a los conservadores
pensar que Dios está a su lado. Fernández de la Mora da
en el centro de la diana cuando sostiene que la envidia es una división
irracional del alma. Estos tres autores contribuyeron de diferentes
maneras a preparar el entendimiento de los fundamentos del neoconservatismo,
aunque sus esfuerzos deban interpretarse más como una estrategia
para debilitar al enemigo y hacerle entrar en agonía que como
un cimiento del neoconservatismo.
La posición de Fernández
de la Mora es la más interesante desde el punto de vista filosófico.
Sugiere que la división entre liberalistas y conservadores o,
más generalmente entre izquierdas y derechas, nace de la pasión
de la envidia. Demuestra que esta pasión lleva a suponer que
las realizaciones de la civilización pertenecen legítimamente
a las masas y que en ello se funda el presunto derecho a la igualdad,
ignorando que tales realizaciones se consiguen gracias a grandes esfuerzos
de ciertos individuos, mediante técnicas intelectuales, y según
modelos que la envidia desconoce. La envidia es la raíz de la
rebelión de las masas como ya había apuntado Ortega y
Gasset.
En mi opinión, la envidia
es la fuente de la distinción entre el “icono” o
buena imagen, y el “simulacro” o mala imagen como luego
veremos. Estos tres autores se olvidan de la historia en este punto.
El filósofo que trató de educar a los liberalistas de
su tiempo fue condenado a muerte por la democracia, pues algunos de
sus alumnos se habían convertido en tiranos de Atenas. Lo que
yo creo que falta es una descripción clara de lo que divide a
conservadores y liberalistas desde los orígenes de Occidente.
Eso es lo que habría que averiguar en vez de caracterizar esa
división en vez de caracterizar esa división de acuerdo
con los datos próximos y, luego, readaptar el pasado a ese concepto
contemporáneo.
Si los liberalistas y los conservadores
tienen pasiones irreductibles, la pasión no los pondrá
de acuerdo. Si los liberales y los conservadores discuten, tampoco parece
que sus argumentos vayan a ponerles de acuerdo. En cualquier caso, no
podemos dar por supuesto que el neoconservadurismo es una posición
perfectamente definida y conocida. Tampoco sería correcto suponer
que no es necesario diferenciar el conservatismo del neoconservatismo.
2. LAS RAICES
DEL LIBERALISMO
La ciencias, más que la vida
ordinaria y que la política, formulan sus reivindicaciones según
un “método de división” que sirve para fundamentarlas.
Desde Aristóteles, el método de división de los
objetos consiste en clasificarlos según un esquema que va desde
los más elevados géneros hasta las especies inferiores.
La filosofía y la teología cristianas siguieron el mismo
método y extendieron el Ser a todo lo que existe desde los géneros
superiores hasta los particularismos del individuo concreto. Lo excéntrico
y lo divergente se dejó de lado, y continuamos dejándolo
en nombre de lo “esencial”. El conocimiento científico
trata de reducir la realidad a tales esencias. Se presupone que, para
comprender la realidad, hay que ordenarla y distribuirla según
técnicas internas de abstracción y de lógica matemática
y, en general, según principios intelectuales, que son ahistóricos
y abstractos.
Lo que define esta tradición
filosófica es la obsesión por la definición, por
los primeros principios, y por la continua necesidad de alcanzar niveles
más elevados de abstracción hasta llegar a un punto en
el que la conformidad global con los actos del intelecto conduzca a
una visión de igualitarismo universal. Ese es el proceso que
ha seguido nuestra cultura desde el estado mitológico (igualdad
ante Dios), el ideológico (igualdad entre los hombres) y el científico
(igualdad factual).
Señalemos al margen que,
aunque la igualdad ante Dios fue afirmada por el cristianismo, el igualitarismo
moderno no tiene como modelo el monástico o el de la confraternidad
mística, sino el de las prisiones.
3. LOS FUNDAMENTOS
DEL NEOCONSERVADURISMO
Es obvio que hay que distinguir
entre el conservadurismo clásico y el moderno. El clásico
trata de proteger instituciones y procedimientos cuya debilidad no los
hacía dignos de ser conservados. Los neoconservadores pretenden
mantener algo más profundo y más duradero.
Estamos frente a las raíces
de la especie humana y, por tanto, ante sus posibilidades de continuidad
y de renovación. Se trata de raíces que no son sólo
fundamentales, sino biológicas; mecanismos internos que afectan
a la continuidad de la especie.
Con anterioridad a la tradición
que ejemplifica Aristóteles con su método de división,
aparece otro que propone Platón en sus diálogos como un
proyecto de filosofía, y de fundación y organización
de la Polis. Este método no consiste en la aplicación
de técnicas cognitivas artificiales, que solo nos suministran
la sombra de la realidad, sino en directivas de una voluntad entrenada
para seleccionar lo mejor entre lo posible. Este método se centra
en la calidad de los actos realizados, en la distinción entre
cosas e imágenes, entre originales y copias, entre buenas copias
y simulacros. Las pretensiones son juzgadas internamente en cuanto se
insertan en una línea que separa lo puro de lo impuro, y lo auténtico
de lo inauténtico. El método platónico no se dirige
primariamente hacia lo “extenso” (determinación de
las especies en su género), sino hacia lo “profundo”,
es decir, a seleccionar la pretensión verdadera de la falsa,
y la vida maliciosa de la bondadosa. Si las decisiones adoptadas son
buenas, producirán formas visibles buenas. La calidad de la forma
es la medida de la calidad del invisible acto o decisión interior.
En esta distinción reside,
a mi juicio, el fundamento que separa a conservadores de neoconservadores.
Los conservadores toman como modelo de lo que hay que conservar la forma
visible de ciertas instituciones, clases, privilegios, poderes, etc.
El neoconservador se interesa por el acto invisible que crea las formas
visibles, instituciones y modelos. Este acto es la medida de la jerarquía
de valores y de la dignidad de los miembros de una sociedad. La forma
visible es la medida del acto invisible, y si aquélla es buena,
éste lo será también; y no viceversa. Según
Platón, Homero fue un mal poeta social puesto que no proyectó
ninguna forma política, y rebajó a los dioses haciéndolos
imitadores de los hombres; en cambio, Pitágoras le pareció
un buen poeta porque construyó buenas comunidades.
Según este método,
los actos crean la desigualdad social y los más imaginativos
ocupan la cumbre de la jerarquía. La calidad de los actos crea
la capacidad de juzgar y de elegir lo mejor entre lo posible. Y, como
consecuencia de estos actos, se crean las verdaderas “comunidades”,
y no las sociedades abstractas. Una comunidad atempera las tentaciones
de la codicia individual y de la manipulación colectiva. La educación
y el entrenamiento para la calidad permiten que una comunidad viva para
sí misma y no por debajo o por encima de sí misma.
4. LAS CONSECUENCIAS
DEL NEOCONSERVADURISMO
El neoconservadurismo se sitúa
en esta región intermedia en la que, según Platón,
se entendías los hombres y los dioses, un ámbito en el
que los actos realizados unen a la comunidad en una cualidad que reconocen
todos sus miembros. Pero la calidad e los actos puros y la selección
de los mismos requiere, según Platón, modelos. Estos modelos
revisten la forma de mitos en La República, Fedro, El Político
o Timeo.
El proyecto platónico de
un Estado feliz se refiere básicamente a actos internos que toman
como primaria su relación de Igualdad y Semejanza con un acto
original invisible que origina las formas perfectas. Estos actos internos
hacen viable lo invisible y su calidad es proporcional a su parecido
con el original. La cumbre de la perfección es la producción
de buenos iconos o imágenes, y lo inferior es la aparición
de repeticiones y simulacros. Los simulacros son algo peor que las malas
imágenes porque niegan la necesidad y la existencia de originales
o modelos. Para Platón, el primer ejercicio político es
el de convertir lo muerto en fuente de recreación del acto que
en el pasado creó la primera comunidad o Estado. Lo muerto se
renueva en los vivos, y así continúa la historia. Los
humanos estamos neurofisiológicamente empeñados en una
empresa común: la adecuación del alma a Dios, no a las
cosas que nosotros producimos y desechamos. Esta adecuación es
el ejercicio político primario, el entrenamiento básico
para vivir en el Estado. Recordar ahora los textos es construir la historia.
Para esto no es necesario ser trascendentalista ni profético,
ni creer en utopías terrestres ni sentir la necesidad de destruir
los iconos o las técnicas de su formación.
Sin embargo, el simulacro es desconcertante,
aparece razonable toda la razón, y en su despertar ha poblado
la tierra con un reguero de víctimas. Para que una copia sea
como el original y esté fundada en una identidad de actos, la
copia debe contener la imagen y el parecido del original. En El Sofista,
Platón distingue entre copias icónicas y simulacros fantasmales.
Los iconos o copias son las buenas imágenes y están dotadas
de parecido, esto es, de relación y proporción con su
modelo. En cambio, los simulacros son copias de copias, son un icono
o imagen degradada sin parecido ni semblanza. Es como un ángel
o una criatura caídos que retienen la imagen de Dios; pero han
perdido el parecido. Este es el estado de pecado del liberalismo. El
simulacro incluye el poder de cubrir y de excluir toda originalidad,
toda historia; sus construcciones incluyen el punto de vista del observador;
ha interiorizado una desemejanza. Esta desemejanza, centro ciego o perspectiva
descentrada, este punto de vista ocupado por el observador es la huida
de la imagen original, es una progresión hacia lo sin fronteras,
una subversión de la historia, un rechazo a los límites,
de lo Igual y de lo Parecido. Es también una negación
del original y de su copia, es el nacimiento de la “simulación”,
de lo inauténtico, todo lo cual no suministra un criterio para
repudiar lo falso.
En consecuencia, el moderno espíritu
liberalista ha perdido la fe en sus expositores de los siglos XVIII
y XIX: Descartes, Kant, Hegel, Marx. El escepticismo hacia ellos es
ahora universal. Con este escepticismo el hombre moderno y el postmoderno
sólo están sensibilizados para el perpetuo cambio, y así
se refuerza su capacidad para sostener lo inconmensurable. Hemos localizado
el centro de la insensatez individual y del fracaso de los expositores
globales. La afirmación neoconservadora es el único camino
comunitario que queda en la edad contemporánea.
Las guerras políticas no
las ganan los que poseen la verdad o los mejores argumentos. Para ganarlas
hace falta llevar adelante un programa con una visión clara.
Por eso, la primera tarea de un movimiento político es mantener
lúcida esa visión. Como escribía Tennyson acerca
de Platón en Camelot: “La ciudad se construye para la música;
pero nunca se termina y, sin embargo, se edifica para siempre”.
Debemos renunciar a la pretensión de que la verdad sólo
se expresa con conceptos. La verdad de las intuiciones se capta con
imágenes; en el fondo todos los conceptos rebotan sobre el muro
de una imagen. Lo fundamental no puede ser expresado, ni creado, ni
rehecho sólo con conceptos. La garantía de la supervivencia
de una comunidad política es la calidad del acto por el cual
son captadas vivas las imágenes originales.
Necesitamos una educación
que dote a los jóvenes del sentido de lo bueno, y un programa
de selección que atienda a la capacitación de los mejores
para conducir a la comunidad hacia el bien del mayor número.
Necesitamos un programa neoconservador
que promueva a los capaces de realizar actos beneficiosos para la comunidad.
Precisamos una firme determinación
de colaborar con otras sociedades de Europa, Asia, Africa, América
y de Oriente en una empresa común que unifique el nivel de calidad
de los actos y no sólo el nivel externo de los intereses.
Necesitamos admitir el hecho inevitable
de que no todos se unirán a este esfuerzo y de que, por lo tanto,
hemos de mantenernos vigilantes acerca de la calidad de lo que pronunciamos
como una contraoferta de lo que brinden los demás.
Necesitamos un plan de acción
que no se contente con refugiarse en el santuario de al propia verdad,
sino que trate de buscar activamente el incremento de la verdad en mutua
comunión con otras sociedades.
Y, aunque nuestro objetivo no es
convertir, nuestro plan de acción debe estar abierto a todos
sin distinción de raza, religión, sexo o entorno familiar.
Que sea la calidad el único criterio para todos los actos humanos.